En este pasaje nos desplazamos al año de 1809, la población en la
villa rondaba entre siete u ocho mil habitantes, y las últimas casas se
encontraban en la plaza de Santa Clara y en la calle barrio nuevo y la calle
moros hoy general Margallo, y hacia el sur al comienzo del paseo de Cánovas.
La situación era de nerviosismo, los franceses se han apoderado de la villa
de Cáceres al mando del general Víctor Perrin,
el primer general napoleónico que piso el suelo de Cáceres.
Su única exigencia que Víctor hizo fue que se le facilitase vino para la
tropa, y como las bodegas de la población estaban agotadas fue necesario enviar
a por él vino a las viñas de la Mata y de la Jara
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mariscal Victor Perrin |
Muchos cientos de arrobas se trajeron a Cáceres, y muchas se consumieron
durante el trayecto, hasta darse el caso de contarse más de mil franceses
tendidos de acá y allá por el camino, en completo estado de embriaguez,
En los cuales algunos vecinos de la villa aprovecharon su sed de venganza
para acabar con la vida de varios soldados.
Esto hubiera dado motivo de sangrientas represalia por parte de los
soldados franceses, a no haber tenido los vecinos de la villa la precaución de
arrojar los cuerpos sin vida a las pedreras o esconderlos entre los matorrales
cercanos al camino.
Durante los once o doce días que tantos miles de
hombres permanecieron en nuestra villa, el vecindario vivió incómodo y
cohibido.
Víctor se alojó en la casa de los Golfines.
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palacio de los golfines ( foto alfonso soler ) |
Los demás generales fueron huéspedes de la aristocracia y caballeros
de
la población. En cada casa se aposentaban de dos a tres soldados, por lo menos;
La caballería hizo cuadra en los soportales de la plaza mayor, y la artillería acuarteló en
el convento de San Francisco y sus cercanías. Tabernas y lenocinios Se convirtieron
en verdaderos hormigueros humanos; las mujeres tenían que recatarse de la
soldadesca y permanecer poco menos que escondidas porque aquello era un desacato.
Lucía entonces su gracia y discreción y la viveza en la forma de hablar y moverse
en las calles cacereñas, Isabel Gómez una muchacha esbelta y bonita,
alegre y coqueta , que vendía sus encantos personales a buen precio, si
bien no a todo el mundo, y que a la sazón era cortejada por José Quiñones
y Cabrera, marqués de Lorenzana, casado en primera nupcias con Vicenta
Aponte y Ovando, hija de los quintos marqueses de Torreorgaz , en la
iglesia de San Mateo el 29 - 3- 1780 y falleciendo en el año
1805. Residente temporalmente en nuestra villa, fue acogido por su cuñado
el marqués de torreorgaz, ya que su palacio había sido
medio destruido por las tropas Francesas.
En el tiempo que estuvo en
la villa se encaprichó de la bella Isabel que asiduamente acudía a
la casa de ella. Pronto descubrieron y apreciaron esta
joya los franchutes, entre los que la presencia de la chica causaba una verdadera revolución
A su paso generaba, aplausos, taconeos y toda clase de improperios que ella
no entendía, pero adivinaba el sentido de aquellas explosiones de
entusiasmo. Y respondía a ellas con su ligereza y desenvoltura habituales,
dejándolos de piedra a los gabachos.
Ignoraban estos su nombre, mas en la necesidad de dar alguno a aquella
tentación de sus sentidos hicieron un batiburrillo lingüístico y, dando a
una Palabra francesa terminación española, la apodaron la Folica, que
valía Tanto como ´´ loquilla´´, apodo que cuadraba admirablemente al modo
de ser de la joven de vida fácil cacereña.
Vivía ella en una casa de la cuesta de Aldana, sitio que por la mañana
estaba lleno de sus damas de compañía cosiendo en el umbral de
la puerta, que al verlo parecían gallinas cluecas al verlas
todas sentada, pero al caer el sol la calle cobraba vida . Pronto
averiguaron los invasores en donde tenía
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casa de Isabel Gomez ( foto, alfonso soler) |
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Cierta noche el marqués, que como de costumbre había
acudido a casa de su manceba, estaba con ella hablando de amores,
Cuando interrumpió su grato coloquio un
estrepitoso ruido como de puertas que se derrumbaban. Y en efecto,
dos sargentos y un cabo de tambores, a quienes la Lagarta, dama
de compañía de La Folica, había negado la entrada desmandada
por las buenas, derribaron a coces la desvencijada puerta y se presentaron,
medio ebrios de vino y de lujuria, a la sorprendida pareja.
No le dio tiempo al marqués de defenderse del ataque
repentino de los gabachos y atándole en una silla tuvo que ver toda la
escena que allí tuvo lugar, los intrusos abusaron brutalmente de la joven
Isabel, se turnaron a su presencia en la Posesión de la codiciada belleza de la
joven. Y para mayor ofensa al honor de Isabel uno de ellos le corto la
coleta al marqués, y se la ofreció a la violada para que se hiciera un moño
con ella. Todavía sufrió el marqués otra tortura no menos sensible que las apuntaladas,
y fue el ver con cuanta facilidad, desde que el primero de aquellos
sátiros Endemoniados se hizo dueño de la joven, ésta trocó la resistencia en
llaneza y la compunción de los primeros instantes en gesto alegre y
placentero, llegando hasta a hacer coro a los soldadotes en las groseras
chanzonetas que con él se permitieron.
Dejándole salir por fin, y el ultrajado
aristócrata partió de aquella mansión que los hijos del Sena habían
trocado en un instante en antro infernal y desapacible, sin saber por
dónde marchaba, ciego, colérico, congestionado, mientras su tornadiza
amiga invitaba a los tres hijos de Marte, sin remilgos y con zalamerías, a
cenar con ella a la siguiente noche, cita a la que ellos prometieron
acudir y acudieron.
¿Pero qué cuenta dieron de sus personas en la crapulosa orgía?
Al tercer día de tener lugar aquellos hechos, la bella
Isabel pedía permiso en la portería del palacio en que moraba su enojado
dueño para verle.
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palacio de torreorgaz, hoy parador nacional |
Éste, a quien habían tenido que sangrar en la noche
misma de la ocurrencia y que merced a este tópico se hallaba mejorado,
dudó si recibir o no a la que juzgaba, no sin motivo, falsa y traidora.
Pero traidora y todo, le tenía sorbido el seso con sus hechizos, y ordenó
que la dejasen pasar.
La Folica llevaba en una mano un pañuelo cogido por
las cuatro puntas, que contenía algo, aunque no de gran volumen. Al
presentarse en la alcoba se contentó con saludar al marqués, poseída de
visible timidez.
-¡Tu por aquí! – exclamó el enfermo con extrañeza y hasta indignación.
- Yo, señor, que vengo a enterarme de la salud de usía.
-Sí, de la salud perdida, en parte, por tu causa.
-Cierto, pero… ¿qué quería v.s. que hubiera hecho? Una
débil mujer…. Y ellos tres hombrones desaforados…. Forzoso me fue
ponerles cara alegre si quería salir sana del aprieto y preparar el
terreno para vengarme de ellos y vengar a V.S.
-¿A mí?
Justo. ¿No recibió V.S. más agravio que yo, si cabe?
¿No le cortaron la coleta?
-¡oh! Calla, Isabel. Calla, por Dios.
- Pues bien, ellos raparon a V.S. Y yo los he desbigotado. –Y entreabriendo
el pañuelo le mostraba el fondo.
-No entiendo, - repuso el marqués, incorporándose un
poco y alargando la cabeza.
Los bigotes de los tres…. Se los he cortado a cambio de la coleta de usía,
-añadió
Con fruición la joven.
-¡Tu!.... ¿Y cómo? – Dándoles de cenar…. Ofreciéndoles vino, ¡mucho vino!
Hasta emborracharlos…. Cortándoles los mostachos…. Y luego arrojando a los
tres al pozo.
-¡Los has matado!
-Supongo que habrán muerto, pero fresquitos. Después de todo les hice un
favor
¡Se habían enardecido tanto!
El marqués le alargo la mano, que la chica besó, y apreció en el alma el
heroísmo de su manceba, que volvió a su gracia con tan extraordinario
merecimiento.
Al amanecer del día siguiente al de esta reconciliación, o sea el 14 de
junio, en vez del toque de diana, resonó por todas partes el toque
de partida, observándose en el ejercito atropellado el preparativo
de la marcha, y cruzando la villa a galope y transmitiendo a los jefes de los
cuerpos las órdenes de Víctor; los clarines y tambores repitiendo por
doquier a aquellas notas y redobles precursores de la jornada; el
relincho de los trotones; el chocar de las armas… todo contribuía a
producir un ruido incompatible con el sueño, que huyó antes de tiempo de
los párpados de los vecinos. A las dos horas el ejército francés abandono
la villa.
FIN
ESCRITO POR: ALFONSO SOLER
Fuente consultada: recuerdos cacereños de Publio
hurtado